Empezamos a cantar y seguimos cantando toda la tarde. La música, al principio, hizo de puente entre nuestro mundo de preguntas y su mundo de expectativas. Luego se convirtió en el escenario de una tarde en la que todos acabamos aprendiendo algo, ellos canciones y nosotras a cantar. A cantar, aunque te mueras de vergüenza, a cantar aunque tengas que volver a repetir el mismo repertorio una y otra vez, a cantar, incluso cuando crees que tienes la garganta seca y ya no puedes más. Es decir, aprendimos que hay barreras (las que nos imponemos a nosotros mismos y que nos limitan en nuestra relación con los demás y con el mundo, como la vergüenza, los miedos, el cansancio, los egoísmos fáciles…) que se disuelven cuando empiezas a pensar un poco menos en “ti” y un poco más en los otros.
Me pregunto si mañana, cuando Sergio, Josué, José o Leyre se levanten, se acordarán de nosotras. Probablemente no. Sin embargo estoy segura de que nosotras difícilmente olvidaremos sus rostros. Es que en estos sitios y con estas personas siempre acontece lo inesperado: tú vas para hacer el bien y el bien te lo hacen ellos a ti.